Tras la declaración de cese de violencia de ETA, hay quienes urgen a compensar de algún modo a la banda. Se suele decir que las prisas son malas consejeras y lo cierto es que los hechos acostumbran a dar la razón al dicho. Seguramente eso habrán pensado, por ejemplo, los jurados de la Academia sueca, viendo a la OTAN bombardear ciudades libias con el prematuro premio Nobel de la Paz, Barak Obama, pregonando las virtudes de la nueva moda guerrera.
Los nacionalistas vascos y los abertzales del brazo político de ETA reclaman ya la aplicación de beneficios penitenciarios a los presos etarras. Pero no hay razón para prisas. Por respeto hacia quienes padecieron los atentados y las agresiones de la banda y porque ETA tienen mucho que demostrar. Se tomaron 30 años para decidir dejar de matar y pretenden obtener beneficios en un mes. Les va a tocar entender que el camino de la paz es acertado, pero que también va a ser largo para ellos.
Una camiseta verde, si eres maestra y defiendes la enseñanza pública, puede llevarte a la comisaría. El rector de la londinense catedral de San Pablo puede pagar con su cese haber acogido a manifestantes anticapitalistas. La Puerta del Sol puede dejar de ser una plaza donde ejercer el derecho de manifestación, para convertirse en el jardín privado que permita a la presidenta de la autonomía de Madrid macerarse en su hostil chabacanería sin que nadie la moleste. Los acampados en el parque Zucotti de Nueva York pueden ser desalojados a golpes, para que Wall Street pueda seguir estrujando al planeta como a un limón.
Y a pesar de todo ello, un mundo distinto se empeña en crecer bajo las aceras, las entidades bancarias y los palacios de gobierno del mundo oficial. Lo dijo Paul Éluard, un poeta surrealista que supo conciliar vanguardia y compromiso político: “hay otros mundos, pero están en este”. O, al menos, pueden estarlo.
En medio de la orgía financiera cuyas devastadoras consecuencias estamos pagando entre todos, se decidió llamar “El Reino de Don Quijote”, ni más ni menos, a un delirante megaproyecto urbanístico de la región de La Mancha. Sus promotores, con pleno apoyo oficial, se apropiaron del personaje de Cervantes para trocar los delirios de libertad del hidalgo en codicia monetaria. Hoy, el proyecto está en crisis y camino al concurso de acreedores. Nada más lógico, pues si hubieran leído el Quijote sabrían que a sus héroes no se ofrece más que un reino de mentira, la ínsula Barataria, que sólo sirve para tomar el pelo al pobre Sancho Panza.
Las grandes obras de la literatura parecen ser inmunes al manoseo de los mercachifles. Y al final imponen la grandeza de sus palabras como sabia venganza contra quienes pretendieron manipularlas. En estos tiempos difíciles, tan propicios para la mezquindad, la lectura es sin duda un santo remedio.
No se trata de hablar de los políticos que ahora rigen la ciudad de Gijón sino del desastre del que son responsables por relegar la cultura con la excusa de la crisis. Este fin de semana ha dicho adiós uno de esos eventos literarios que son punto de encuentro de autores de todo el mundo y nos permiten soñar todavía con que el ser humano es algo más que la prolongación de su tarjeta de crédito: el Salón del Libro Iberoamericano de Gijón, que dirigía Luis Sepúlveda.
El otro festival literario de Gijón, la Semana Negra, el más delirante e innovador de cuantos conozco, tuvo lugar este año pese a los obstáculos oficiales y aún no está claro si continuará el próximo o deberá mudarse a otra ciudad cuyas autoridades entiendan su importancia. Como en un blues, los gijoneses no tardarán en lamentar la pérdida de iniciativas que habían revivido la ciudad con el dinamismo de la cultura. Más necesaria que nunca en estos tiempos. Qué tristeza.
El Gobierno de Estados Unidos sufre un extraño síndrome cuando acude a las reuniones de la ONU. A veces, no sólo escucha las resoluciones aprobadas por la asamblea de ese organismo sino que castiga a sangre y fuego a aquellas naciones que no las cumplen. En otras, una repentina sordera le hace no darse por enterado de lo que esa asamblea aprueba e ignorar olímpicamente sus resoluciones.
La ONU acaba de aprobar por 186 votos a favor, 3 abstenciones y 2 en contra, de EE.UU e Israel (lo de esta pareja es ya una relación escandalosa), una nueva condena casi unánime contra el embargo de EE.UU a Cuba. La voluntad de la comunidad internacional, invocada por las autoridades estadounidenses cuando les conviene para justificar invasiones y bombardeos a otros países, se convierte en nada cuando contradice aquello que ellas preconizan, como sucede con Cuba e Israel. Se ve que la ONU sólo es sagrada cuando a EE.UU le interesa que lo sea.
Italia es un país fascinante por muchas razones. El paisaje, la Historia y la cultura parecen haberse aliado allí para ejercer su hechizo sobre el observador: Roma o Nápoles provocan el vértigo de ciudades que se hunden en el subsuelo como si quisieran tocar el corazón ardiente de la Tierra. Y no resultaba menos fascinante la paradoja, entre esas ruinas que hablan de esplendores perdidos y de destrucciones, de una vida política y cultural que, en las pasadas décadas de los 50, 60 y 70, era una referencia mundial de inteligencia creativa.
Hoy, esa fascinación se ha roto. Basta abrir las páginas del diario o asomarse a la pantalla del televisor, para comprobar hasta qué punto la tragicomedia berlusconiana a dado al traste con el prestigio italiano. Rodeado de mujeres-trofeo, maquillado como para salir a escena, su reino de la apariencia se desmorona y revela una Italia libre de paradojas: ahora las ruinas lo ocupan todo.
El fútbol es hoy más que un deporte. Es una religión, un fenómeno sociológico, una metáfora. Lo que el circo a los romanos (sin muertos, felizmente). Espectáculo y catarsis. Desfogue y generador de violencia. Sus héroes, como los antiguos gladiadores, son admirados y detestados, elevados a la gloria o vilipendiados sin piedad. Por eso, lo que en el fútbol acontece no es anécdota sino síntoma.
Un modesto equipo de fútbol, el Levante, encabeza la liga profesional en España. Son deportistas que no salen en televisión ni en las revistas del corazón y si a duras penas se abren hueco en las páginas deportivas es porque están haciendo lo imposible: desbancar a los reyes del mambo, a los becerros de oro. Ni Real Madrid, ni Barcelona. El Levante manda hoy en el fútbol español. A golpe de sudor y de trabajo en equipo. Sin cuentas millonarias ni pasarelas de moda. La metáfora de otro mundo posible, aunque sólo sea mientras sale el sol.
Que la Iglesia Católica se entrometa en la vida política española no es una novedad. Lo lleva haciendo desde la creación de la Inquisición española, con una concepción totalitaria que ha mandado a la hoguera, a la cárcel o al exilio a millones de españoles a lo largo de cinco siglos. Sólo durante la transición a la democracia adoptó una actitud tolerante que hoy parece haber olvidado.
Poniendo en práctica aquello de “¿cuál es el color del caballo blanco de Santiago?” pide ahora el voto para el PP por el hipócrita sistema de desaconsejar votar al resto. Algo que no sería inquietante si no se fundara en la idea de preconizar la imposición desde el Gobierno de su ideario en cuestiones sociales y morales no sólo a los católicos sino a toda la sociedad. Pero el progreso en España ha pasado históricamente por limitar la posición privilegiada de la Iglesia. Sin querer, ha dejado claro cuál es la única opción a la que no conviene votar.
De Chile a España, muchas de las protestas sociales contra los ajustes aprobados por los gobiernos con motivo de la crisis son en defensa de la educación pública. Prueba de que la enseñanza está en el corazón mismo de la sociedad moderna. Los derechos humanos surgieron de un movimiento, la Ilustración, que hizo de la pedagogía el gran arma del cambio social. Diderot y Rousseau pugnaron por universalizar el conocimiento, sacándolo del reducto de los privilegiados para llevarlo al pueblo, el nuevo sujeto de la Historia.
Ahora, la derecha proclama el sofisma de la necesidad de recortar derechos para preservar la existencia de esos mismos derechos que se recortan. Es la hipócrita propuesta de un mundo clasista que torna la democracia en cáscara hueca. En el fondo se trata de decidir qué tipo de civilización va a ser la nuestra tras la crisis: fundada en la desigualdad y los privilegios o en la universalidad de los derechos.
El pasado mes de marzo, los presidentes Zapatero y Cameron, al pedir el apoyo de sus respectivos parlamentos a la intervención de la OTAN en Libia, afirmaban que “el objetivo no es derrocar a Gadafi” sino proteger a la población civil. Lo mismo que decía Obama. En abril, Cameron, Obama y Sarkozy decían que seguirían en Libia “hasta que Gadafi abandone” (¿se referían al poder o a este mundo?). Después, Cameron y Sarkozy propugnaba “arrestar y juzgar a Gadafi” (¿pero el hecho de arrestarle no sería ya un derrocamiento?).
Visto que la OTAN no se ha bombardeado a sí misma para proteger a la población civil de Sirte de sus propios bombardeos, visto que ha seguido atacando a los gadafistas cuando estaban acorralados y que, al final, Gadafi ha sido asesinado, se puede concluir que el objetivo de la OTAN era precisamente derrocar a Gadafi. Una prueba más de que los líderes mundiales tratan a sus ciudadanos como si fueran imbéciles.