Las agencias de calificación juzgan a bancos y naciones, ahora también a autonomias, diputaciones y ayuntamientos. Incluso a los Estados Unidos, país que se atribuye el privilegio de ser juzgador universal pero impune ante el resto del planeta. Será seguramente porque la verdadera primera potencia mundial no es una nación con fronteras políticas sino un poder económico sin fronteras: el del capital. Un dios idiota que reina en el centro del caos, como definía Lovecraft en sus relatos al monstruoso dios Azathoth.
Pero hay que ser muy ciego (o estar decidido a serlo) para no ver que su idiocia es sólo respecto del interés general. Que sus opiniones envenenan la vida económica y perjudican a la mayoría para provecho de algunos. Que el caos que crean es donde medran astutos los especuladores. Las agencias contribuyeron a provocar la crisis y ahora la agravan. ¿A qué se espera para regularlas y poner coto a su poder tóxico?
¿Qué pasaría si, al igual que se dedica tanto espacio a los modelos, con sus galerías de fotos, se dedicaran en la prensa virtual páginas y páginas a una amplia y variada representación de escritores y se reprodujeran algunos de sus relatos, para que los lectores pudieran disfrutarlos o descubrirlos? ¿Qué pasaría si se hablara de autores que van más allá del gusto mayoritario y se diera espacio a los libros, más allá de los suplementos?
A lo mejor el mundo literario conseguiría escapar a la imparable decadencia de la endogamia, esa coyunda incesante en los medios de comunicación de los grupos editoriales que hablan de, para, entre y sobre sus propios autores, con una especie de autismo grupal donde no caben ni el verdadero debate ni los otros. Porque el mundo literario es más grande que las siglas de una Sociedad Anónima. A la literatura no la pueden matar las nuevas tecnologías sino la propia mezquindad de los mercaderes.
(HOY, además, "Fuera de juego" publica la reseña del libro La belleza bruta, de Francisco Font Acevedo)
¿Pero hasta cuándo ese odio? Es difícil no peguntártelo. Los delegados del partido de la derecha española berreaban ante su candidato un unánime “¡A por ellos!” dirigido contra sus rivales de izquierda. Y no basta que si ganan después las elecciones ese grito no vaya a teñirse de sangre, como se teñía en otras épocas. Porque queda su eco. Un odio que reverbera en las paredes del tiempo y que no parece saciarse nunca.
No han bastado cinco siglos de imposición feroz del catolicismo a sangre y fuego. No ha bastado hacer y ganar una guerra civil, que dejó cientos de miles de muertos durante y después del conflicto. No es suficiente haber mandado al exilio a generaciones de españoles. Ni siquiera importa que su líder hable de concordia. Han bastado ocho años de pacífico gobierno de izquierdas para que su legítima discrepancia de ideas se convierta en triunfal rugido vengativo. España sigue siendo cosa suya y los demás sobramos.