Qué cabronas, las palabras. Tan necesarias, tan omnipresentes. Tan pretenciosas, arrogándose la capacidad de nombrar el mundo. Uno vive con ellas, de ellas y para ellas. A veces, nos deslumbran al tornar visible lo que no veíamos. Focos de luz que hacen la existencia más grande, que empujan las sombras un poco más allá, haciendo retroceder al miedo, y nos consuelan.
Pero otras veces nos enredan, nos conducen hasta el borde del abismo y allí nos susurran: sólo un pasito más. Palabras embaucadoras en los debates televisivos de candidatos tahúres, esos que juegan siempre con las cartas marcadas. Palabras hipócritas que se disfrazan de verdades para mentir más y mejor y proclaman la existencia de armas de destrucción que no existen o la necesidad de atacar naciones por una sospecha. Claro que la sospecha es certeza en quien se ha convencido de ser medida de todas las cosas. Qué cabronas, las palabras. ¿O seremos nosotros?
Si la capacidad del escritor de ser uno y muchos le permite nombrar la verdad a través de sus ficciones, difícilmente podrá hallarse un autor que exprese mejor esa potencialidad que Mario Vargas Llosa. Por eso resulta extraño que ese mismo gran buscador de la verdad del alma humana defienda en la prensa un dogmatismo liberal impermeable a la evidencia.
Tras años de cantar las virtudes del mercado, cuando éste arrastra al mundo a una crisis catastrófica, echa la culpa a los errores de Zapatero y añora el desarrollo económico del gobierno de… ¡Aznar! Como si aquel modelo no fuera precisamente el que está en crisis. Los escritores comunistas de los 50 achacaban las denuncias contra el estalinismo a la propaganda enemiga, los paladines de los mercados se empeñan hoy en demonizar a quienes se indignan. Una contradicción muy literaria: el Dr. Vargas nos deslumbra con su literatura y Mr. Llosa nos apena con su miopía política.
En boxeo, a los combates amañados se les llama hacer tongo. No hay en ellos verdadera competencia. Son una pantomima cuyo resultado final está ya escrito. A las elecciones convocadas en España habría que llamarlas de la misma manera: tongo. Porque el resultado está predeterminado entre dos partidos y los diferentes candidatos concurren a una carrera en la que la que casi todos los participantes llevan cadenas anudadas a los tobillos, cuando no están directamente atados a un poste.
El sistema electoral español hace que la tercera fuerza en votos, Izquierda Unida, sea la sexta fuerza en número de parlamentarios y ni siquiera tenga grupo en las Cortes. Y a nadie se le cae la cara de vergüenza. Los dos partidos mayoritarios, PSOE y PP, están encantados y siguen repartiéndose el pastel electoral, con un sistema que discrimina a los ciudadanos en función de la opción política que votan. Llamar democracia a esto es un chiste.