Qué extraña la soledad del ser humano. Siempre rodeado de otros y siempre con ese sentimiento fatal de que, al igual que una isla, el mar de la vida se interpone entre nosotros y aquellos que vemos y frecuentamos. Somos islas a la deriva que tienen el prodigioso don de comunicarse, de enviarse mensajes, como el viento o las aves arrastran el polen de una tierra a otra en los archipiélagos.
La literatura es uno de esos pájaros que sobrevuelan el mar de la soledad. La música otro. Pero la música tiene también la elocuencia de lo vivido, como la comida. Una melodía lleva al tiempo en que se escuchó por primera vez, en que se bailó o se amó a su compás. No se recuerda, se revive. Ayer murió Cesaria Évora y con ella la voz de una saudade atlántica y africana que cada cual recreaba a su manera al escucharla, nombrado todas las soledades. Una isla humana de menos, que sin embargo supo hacer visible para los demás al archipiélago que le dio vida.