Si se escucha el agrio coro de voces del descontento y sus motivos: el millar de políticos encausados por corrupción, sentencias judiciales claramente injustas, limitaciones a la libertad de expresión, detenciones bajo falsas acusaciones de terrorismo o de rebelión, escándalos de nepotismo y favoritismo. Resulta muy difícil entender que no haya dimisiones en cascada y que las encuestas electorales no anuncien un cambio radical, sino más de lo mismo.
Buena parte de la explicación a este desastre seguramente tiene que ver con el lenguaje político de España, que está lleno de insultos, de chascarrillos, groserías y sandeces. Le falta rigor, análisis, enjundia y coherencia. Se dice cualquier cosa, de cualquier manera. Y los ciudadanos se han habituado a que el juego político se parezca a un reality show. Las ocurrencias han sustituido a la política. Y no se puede regenerar un país sin un lenguaje que ayude a pensar.