Al final, los seres humanos somos, esencialmente, armadores de puzzles. La Humanidad misma es un rompecabezas gigante. Siete mil millones de piezas que tratamos de ensamblar con tanto tesón como torpeza: por eso hay millones de piezas a las que no se les sabe o se les quiere encontrar lugar y viven arrojadas a los márgenes del tablero social.
También nuestras ciudades funcionan de similar manera. Las construimos y reconstruimos con viejas piezas del pasado y nuevas que vamos fabricando. Formamos con ellas el damero de sus calles, y sus edificios se convierten en árboles de piedra, ladrillo o cemento que hunden sus raíces en un subsuelo de siglos y civilizaciones. A veces, de ese subsuelo histórico emergen los frutos que adornan las fachadas del presente.
Eso es lo que sucede en la Gran Mezquita de la ciudad tunecina de Kairouan: la mezquita de Uqba. Construida en el siglo VII, alberga un impresionante patio interior que está rodeado de galerías sostenidas sobre bellísimas columnas de mármol, granito y pórfido. Buena parte de esas columnas y de los capitales que las ornamentas provienen de las legendarias ruinas de Cartago. Piezas del puzzle de Kairouan labradas siglos antes de la aparición del Islam.
Dicen las guías turísticas que el patio es accesible a través de seis puertas laterales y por una de ella pensábamos entrar los escritores que viajamos hasta Kairouan el pasado mes de noviembre, para poder visitar una maravilla de la que sólo teníamos referencias. Desafortunadamente, las guías turísticas no suelen tomar en consideración el rompecabezas humano.
A la puerta de entrada al patio de la Gran Mezquita, el portero informó a las escritoras allí presentes que no podían entrar si no cubrían sus cabezas con un pañuelo o un velo. Y mientras los escritores varones iban pasando, algunas de ellas acudieron a la tienda de artesanías locales, situada estratégicamente enfrente de la mezquita, para comprar el pañuelo que les abriera una de las seis puertas del patio. Se presentaron de nuevo ante el celoso portero, quien les informó esta vez que, así cubiertas, sí podían entrar, pero tan sólo unos metros para asomarse y atisbar la belleza de las columnas y la majestuosidad del enorme patio. Sin embargo, no podrían recorrerlo pues para hacerlo debían cubrirse las piernas con una falda por encima de los pantalones.
Alguna escritora se asomó al patio y volvió para confirmar su fundada y lejana belleza. La mayoría se quedó afuera. Y yo con ellas. Decliné amablemente la invitación que me hizo el portero para que entrara, señalándole que yo no llevaba pañuelo en la cabeza. Él me dijo que en mi caso no era necesario, pues yo era un hombre. Le respondí que hay privilegios de los que prefiero no disfrutar. Y junto con algunas de las escritoras subí a la azotea de la tienda de artesanías, cuya puerta nos abrió amablemente el propietario, para contemplar desde lo alto las cúpulas de la Gran Mezquita de Kairouan y una parte de su hermoso patio, al que dan acceso seis puertas, aunque las guías turísticas no digan que cada una de ellas tienen por llave un pañuelo.
La comitiva de escritores prosiguió luego su recorrido de la medina de Kairouan, austera y apacible a aquella hora de la tarde, jalonada de bellísimas puertas labradas con esmero, y muros tintados de azul y blanco y ocre, incrustados de antiguas columnas en sus rincones: piezas del rompecabezas de Kairouan rescatadas por un presente que parece retornar cíclicamente al pasado. Y en una plazoleta minúscula, en lo alto de una escalera rematada por dos de aquellas columnas, nos agrupamos todos en torno al pozo del que un camello extrae agua: el pozo de Bir Barrouta. Un viejo pozo que, según reza un cartel a la entrada, fue renovado por última vez en el año 1690.
El camello, enorme, rotundo, haciendo sonar sus pezuñas contra el suelo de gres, gira y gira uncido a la noria del pozo, con los ojos vendados por un pañuelo. Los turistas le sacan fotografías. Algunos preguntan cuántas horas da vueltas el animal, y su cuidador los tranquiliza explicándoles que el camello (la camella, en realidad, pues es un camello hembra) está bien cuidado y que trabaja un día sí y otro no, pues tienen otro camello con el que se alterna. Y yo le pregunto la razón por la que lleva vendados los ojos con un pañuelo. Su respuesta suma otra pieza al puzzle: “Es que, si no se los vendamos, se marea de dar tantas vueltas”.
A veces, la realidad provee metáforas insuperables.